jueves, mayo 18, 2006

La luz del sol

Hace un par de millones de años me pediste que te escribiera una historia. No se a q venia eso, ni q historia pense escribirte. Pero esta es tan buena como cualquier otra, es más, esta quizás es más especial. Tú misma me acabas d decir que esta historia es más cruda, más real, que duele mas. Bueno, era un paso que tenia que dar. Hay miles de motivos pos los q t podria dedicar esta historia, pero voy a escoger solo uno: Porque nuestro amor nunca será desamor, porque a tu lado nunca querré morir. Tqm Mina, -ae.
Y a los demas lo dicho, intento de cambio de estilo, a ver q os parece. Comment plis ^^'


Para Irene y Lola el sol marca el inicio de un nuevo día. Cada una en su vida, perdidas en el gran espacio del mundo, sienten llegar la luz del sol como un soplo de aire fresco a las tinieblas. Fuera del cristal de la ventana les espera un duro día de tormentos, pero durante eso frágiles momentos pueden sumergirse en la estrella que las calienta. Vivir plenamente su luz, olvidar las oscuridades del alma.

Lola limpia con una mano el vaho en el cristal. Afuera aun es de noche, pero ese sol que la fascina ya empieza a despuntar. Tiene mucho cuidado de no mirar alrededor, de no ver nada más que ese casi soñado punto de luz. Sabe que esos serán sus últimos momentos de libertad, en la prisión de su alma atormentada ella se toma el lujo de soñar.

Irene aun permanece en la cama. Con los ojos abiertos fijos en el ventanal. La luz aun titubeante se refleja en las hojas mojadas de su jardín, emitiendo mil colores a la oscuridad. Fija la mirada en una rosa blanca, plantada justo a los pies de su ventana. Mira fascinada su juego de luces e inclina la cabeza para verla brillar. Siente, aun fijos los ojos en la ventana, que la flor comienza a desvanecerse. Con un gemido, siente caer las lágrimas de escarcha.

La calidez del sol en el alma dura lo que un suspiro, helado por el frío glacial. La misma cocina, las mismas voces, los mismos rostros. Los mismos besos falsos que se dan al aire y se pierden en los vericuetos de la eternidad, del tiempo pasado, del nunca más. Lola prepara el desayuno mientras por la ventana entra el sol a raudales. Entre tostada y tostada se vuelve de mal genio a cerrar de un golpe la cortina. Que derroche innecesario, ella que se conforma con su punto de luz por las mañanas.

Una corbata, una camisa, perfume, zapatos nuevos... ¿Para quién será? Se pregunta Irene distraída, desayunando aun en la cama, mientras su marido entra y sale de la habitación. Por fin acaba el ritual, a la vez placer y calvario, con un beso en la mejilla él se va. El zumo se le mezcla de lágrimas, el alma de malos pensamientos. Busca desesperada en la ventana la suave rosa de tonos platas... Pero un excéntrico sol de justicia la obliga a apartar, llorosa, la mirada.

El sol se va por el horizonte, comienza el ritual del miedo. Los niños a la cama, vistazos rápidos al reloj. ¿Y si me duermo? ¿Y si me muero? La llave en la cerradura, otro vistazo al reloj. El oído que se convierte en motor, descarga de adrenalina... temblor. El primer golpe cae sin verlo, una voz asustada y familiar pregunta a gritos porqué. Pero nada sale de la boca hinchada, nada dicen los martirizados huesos. En algún momento, por piedad, se pierde la cuenta del sufrimiento.

Otro vistazo al reloj. Rumor de sábanas de seda, crujidos del alma misma, del corazón, algo roto muy dentro que no deja de doler. Llave en la cerradura, otra mirada al reloj. Abrazo forzado y casto, aroma de vicios y alcohol. El pecado mismo en el cuello de una camisa, en el fondo de los ojos. Otra sonrisa forzada, más lágrimas reprimidas, caricias que duelen en el fondo. Dejarse hacer, otra vez. Por piedad, dormir para olvidar.

La luz del sol brilla en el horizonte. Ya es de día. De pie en su habitación Lola contempla la luz. Llora de impotencia, sabiéndose cobarde. A gritos en silencio pide morir.
Irene despierta acongojada, encerrada en los brazos de su amante. Esta vez no llora, mira la luz. Algo muy dentro le atenaza el pecho. Pero no le queda otra, sabe que nunca tendrá el valor. En silencio, quiere morir.

martes, mayo 16, 2006

Verde (1/2)

Definitivamente no soy nada bueno poniendo títulos. Publico la primera parte de este cuentecillo para evitar que mi ya conocida autocrítica destructiva me impida siquiera acabarlo, así que aquí lo lleváis.

Gustaría dedicar esta "pequeña historia terrible" a una canija (xD) a la que guardo mucho aprecio (amoh, ¡que te kiero cohone! xD). A la mademoiselle Chloé. No quiero dedicartelo por tu evidente encanto o por tu forma de ser, que ya sabes que me encantas, quiero dedicartelo por lo que he aprendido de ti, que aunque sea poquito, lo guardo como a un tesoro. Sigue pintando con ese negro radiante tuyo, eres grandiosa. Y perdona por ser tan cursi ó_ò xDDDD

· v e r d e ·

Verde. Salpicado de infinidad de otros colores de las pinturas que algún Dios dejó caer, pero dejando inevitablemente prevalecer ese verde de vida, ese verde de esperanza. El más enfermo de los fumadores sentiría aliviados sus pulmones con solo inundarlos una vez de ese aire tan puro.

En el extenso jardín de la familia Kazoku (家族) los robustos árboles y las coquetas flores del suelo no podían evitar pensar en lo bueno que sería poder correr, brincar, saltar y bailar por aquel basto jardín; conocer a otras plantas, respirar otros aromas o ser polinizadas por otros insectos. Pero tampoco podían evitar pensar en el único y molesto inconveniente que les impedía hacer realidad ese deseo: el hecho de que por condición, y a cambio de vestir ese majestuoso verde, tuvieran que vivir ancladas al suelo. Y vivir hasta el final como espectador; aquellas que llegaron a disfrutar de protagonismo en sus vidas acabaron muertas en algún florero o deshojadas por algún soñador que decía estar enamorado. ¿A quién podría gustarle servir de vidente-kamikaze o de muestra a menudo inadvertida de belleza en el centro de una mesa? Espectador y gracias.

Aunque en ese mundo donde solo existen los ojos y la espera, también hay esperanza para las flores más bellas. Y como Kazoku Hinode (日の出), florista de profesión, solía decir que no hay flor sin belleza ni belleza sin flores, cada flor de aquel jardín vivía con fuerza la esperanza que vestía. Después de todo Hinode no era una florista cualquiera, era una artista.

Desde el patio trasero de la residencia familiar, siguiendo el breve sendero de piedra, se hallaba el único vestigio de que mas allá de aquel jardín existía el hombre; una gran estructura metálica con forma circular se había dispuesto allí para que la hiedra y otras trepadoras creciesen por sus patas y lo cubriesen todo, para así simular un techo de plantas. En el interior de la estructura, justo en el centro, se alzaba esplendorosa una fuente que dejaba manar aguas tan cristalinas como jamás se hayan visto. Alrededor de la fuente había bancos, muchos bancos, para que las visitas disfrutasen del jardín de la familia y de su fuente. Bancos donde la vieja Hinode solía pasar buena parte del día.

Cuantísimo lloraron las flores cuando cayó enferma. Cuantísimo lloró Kazoku Mangetsu (満月) al saber que la flor que más amaba de su jardín se marchitaba, se moría. Cuantísimo odió el orgulloso Mangetsu a su hijo cuando se hizo incurable su enfermedad.

Unos seis largos meses atrás, en aquel mismo banco en el que se hallaba sentada, Kazoku Nagareboshi (流れ星), su hijo, supo que decir para agravar su enfermedad.

( . . . )

- ¿¡Te estás oyendo a ti mismo!?
-
- ¿No ves que tu madre está enferma? ¿Qué mierda te pasa por la cabeza para hacer esto justamente ahora?
- …no es una decisión que haya tomado a la ligera, padre. Tengo que hacerlo, tengo que demostrar que no soy ningún cobarde.
- ¿¡QUÉ!? ¿Escuchas lo que dice, Hinode? ¿Lo escuchas? ¡Dime! ¿ES QUE NO TE HEMOS ENSEÑADO NADA? ¿Y Midori? ¿Le has dicho ya que no te casarás con ella por que prefieres irte a la guerra?
- Volveré…
- Esa no es nuestra guerra, ¡esa guerra no es de nadie! Ningún hijo mío renunciaría al amor por irse a la guerra de otros.
- Esta es mi tierra…
- ¿Acaso eres una puta? ¿Te sentirás mejor si tu sangre se derrama por ella? ¡Esta tierra no es de nadie! Vete de esta casa y cásate con Midori. Hazle el amor y ámala como si te fuese la vida en ello, ¡solo así sabrás lo que es vivir! ¿Prefieres morir en esa guerra y perderte todo eso?
- …¡volveré! – al imberbe Nagareboshi no le quedaba más que gritar para creerse sus propias palabras –
- ¡De la guerra no vuelve nadie! Sólo asesinos y asesinados. Volverás muerto o con las manos llenas de sangre. Volverás, quién sabe, pero ya no serás nuestro hijo.
- Para, Mangetsu, te lo ruego. Nuestro niño se ha hecho hombre, no podemos evitarlo. Ven aquí hijo mío, abrázame. – Nagareboshi abrazó a su madre como el que abraza la calma que sigue a la tempestad – Sólo prométenos que volverás con vida tan pronto como te sea posible. Prométeme que volverás por Midori; esa niña te ama con toda su alma, prométeme que volverás para hacerla feliz, para ver crecer al hijo que crece en su vientre. Prométeme que volverás antes de que la enfermedad consuma a tu vieja madre y antes de que tu padre se consuma igual por la rabia de ver a su hijo marchar.
- ¡Bah! – bufó Mangetsu, incredulo -
- Te lo prometo madre. No tengo intención de quedarme en el frente más de lo que debo. Volveré para ver de nuevo estas flores junto a ti, madre.

( . . . )

Y así, en angustioso estado de espera, el tiempo pasó. A causa de su extraña enfermedad, Hinode perdió la vista y, poco a poco, como las hojas que se desprenden de un árbol seco, fue perdiendo también la esperanza de volver a ver a su hijo con vida.

El transcurrir de la vida cotidiana sin Nagareboshi se hacía insufrible para la bella Midori (みどり). Lento, verdaderamente lento. Y frío, condenadamente frío y retorcido. Seis meses de tortura que empezaban a hacer sangre en su corazón.

Ojalá estés aquí para ver nacer a tu hijo – ¿de verdad merecía tanto la pena que te marchases? – Vuelve… por favor…

Y como la espera es siempre dolorosa y más cuando hay tanto en juego, mejor sufrirla en compañía. Los días se hacían un poco más llevaderos entre las flores. Arropadas por el jardín, Hinode y Midori intentaban borrar por unas horas esa angustia y trabajar con las flores. Aunque Midori no se dedicase a ello de forma profesional, el arte de ornamentar con flores siempre le había entusiasmado, por lo que aprender de Hinode, maestra de maestras, era un regalo del cielo. Era algo más que eso; verla escoger flores con esa maestría, aún sin disfrutar de la clara ventaja que ofrece el sentido de la vista, era fascinante. Hasta el ramillete más simple resultaba ser una armónica y estudiada composición de flores hecha arte. No había flor en aquel jardín que pudiera resistirse a una conversión tan generosa.

- Es extraño, últimamente no recibimos ninguna visita. Me pregunto quién podría ser…
- ¿De que habláis Hinode?
- Un coche, creo – es un cuento muy viejo: con la perdida de la vista se agudizan el resto de sentidos. O eso dicen – He escuchado con claridad el susurrar de la grava en la entrada de la casa, el sonido que producen las ruedas de un coche al pasar por allí.
- No dejaréis de sorprenderme Hinode, ¡sabéis ver con algo más que los ojos! - …pero qué inocente es. A cualquier otra persona quizás le entristecerían estos comentarios, pero Midori lo dijo con una sonrisa amable en los labios y por irónico que parezca, al igual que el coche, Hinode también lo vio. -
- Dulce Midori, ¿podrías ir a ver de quién se trata?
- No tardaré – otra sonrisa. Milagrosa panacea –

Fin de la primera parte

miércoles, mayo 03, 2006

Tengo el alma rota en trocitos

Hace relativamente poco tiempo, sufrí una de las pérdidas más dolorosas: perder un amigo. Aunque ahora ya he llegado a ese punto salvador en el q no se siente nada, durante estos días no he estado nada bien. Aunque a tenido sus compensaciones. Por primera vez en varios meses he conseguido transladar a papel mis sentimientos, lo q ya es algo. Creo q merece la pena ser publicado. Quizás lo encontreis paranoico, lioso o poco interesante, seguramente para vosotros lo sea. O tal vez no. O.o

De ese mismo modo quería dedicarselo a ese amigo, es lo último que hago por ti. Te quise, lo siento. Y, como decía la canción 'un placer coincidir en esta vida'. Hasta siempre.


Tengo el alma rota en trocitos. Como las cuerdas deshilachadas de una guitarra, mis sentimientos.

Algo me duele por dentro. No sé porque me duele esa parte de mi ser que ni siquiera sabía que existía. ¿Qué es dolor? Me preguntó acobardada. ¿Podrá doler más de lo que ya me duele? A veces me siento flotar a la deriva, sola, infinitamente sola. Como esos troncos que a veces lleva el río.

No me siento tronco, ni río. Ni siquiera me siento algo vivo. Solo cuando me duele, y el dolor me hace tomar conciencia de mi propia conciencia. Es como abrir los ojos en la noche más absoluta, y ser conciente con asombro de tu propio cuerpo en las tinieblas. Así, solo cuando sufro soy yo. Sin nada más que yo misma, y mi dolor.

A veces me pregunto por que duele. Pero las preguntas se me mueren antes de existir. Yo misma se la respuesta, pero es tan vaga... que no se si quiero saberla. Duele porque duele y ya esta, sin pararse a considerar si es bueno, malo, necesario, justo o si quiera oportuno. Por la misma razón lloro cuando quiero llorar. Aunque no sea el momento de que llore, o el momento de que quiera llorar. Aunque en realidad no quiera llorar, lloraré.


Tú ya no eres nada para mí. Pero me duele que me duelas. Ahora me arrepiento de haberte conocido. Me arrepiento de haber dicho para siempre y hasta nunca. Me arrepiento de mi dolor. Y sin embargo sé que este dolor que me atenaza el interior y me hace llorar con lágrimas inoportunas es el mejor dolor. El dolor del amor. Solo llora aquel que ama, o sobre todo, aquel que amó.